El ruido y el polvo se mezclan con el sol, estrellando contra mis
pupilas, obligándome a retirarme al fondo del taller, detrás de la gran mesa
para cortar vidrios donde extiendo tres diferentes cuadernos de apuntes. Las páginas
se llenan de a poco, como con desgano.
Al frente, el ruido de las construcción se hace imparable: picos,
palas, martillos hidráulicos, camiones, excavadoras, aplanadoras (y demás “doras”)
crean una sinfonía a la que he llegado a acostumbrarme, incluso a tomarle gusto.
Por la puerta veo pasar a pintorescos personajes, cuyas descripciones
y hábitos no desperdiciaré en éste escrito; personas entran y salen del taller,
mientras junto a la construcción, dos viejitos parados uno al lado del otro,
contemplan con un deleite casi infantil las casi terminadas obras, tal vez
anhelando volver a jugar cocos en el parque, o ver los juegos de vóley.
Yo por mi parte, tengo dos libros que terminar de leer, y dos guiones
y un libro a medio empezar. Pero mi mente se pierde, sale de mí y sigue a las
dos moscas que vuelan inquietamente cerca del techo, para luego salir y mecerse
al ritmo de la sinfonía mecanizada y entremezclándose con los pasos de las
diferentes personas que entran y salen de éste lugar, al que he sido traído por extrañas disputas familiares.
En el umbral de la puerta se llega a escuchar una conversación
entrecortada donde no distingo donde empieza la política y terminan los
deportes, para luego llegar a la música, de repente alguien dice un chiste que
no logro terminar de entender y la risa de mi padre se eleva, nulificando todo
sonido, haciendo vibrar el taller y trayendo mi mente de vuelta, junto a una
sonrisa que queda estampada en mi rostro.
La risa de mi padre, mitad lucha, mitad sacrificio, que me mueve a
seguir creando, a existir una, dos, tres, mil veces, adentro de éstas páginas.
1 comentario:
Ay qué bonito, me gusta lo narrado. Y me siento identificada con ésta parte: //La risa de mi padre, mitad lucha, mitad sacrificio//.
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