- So this
is how it feels to be free.
-
Like falling.
Fue
lo que alcanzó a escuchar a una pareja de extranjeros en una playa desolada
cuando tenía 12 años, y la guardó en su memoria hasta aprender el inglés
suficiente para alcanzar a traducirlo.
Entendió
el significado literal de la conversación pero al no lograr descubrir el
contexto de ésta, le hizo una morada a la frustración en su cabeza, a la vez
que el concepto de la libertad le obsesionó, repicando en su mente casi a diario,
provocándole que tomara como decisión el no permitir que otra voluntad que no
fuera la suya dominara sus actos, pero, malinterpretándose a sí mismo, había
dedicado al azar cada una de sus acciones, convirtiéndose así en un solitario.
Tenía
26 años ahora, y un trabajo sencillo en la oficina de correos; pasaba sus
mañanas y tardes ocupado en su empleo, y largas noches leyendo correspondencias
olvidadas y sin reclamar, mismas que formando cúmulos sin forma habían rodeado
el pequeño microcosmos que era para él su habitación, llenándola de sobres
abiertos con indolencia, desparramados por todos los lugares, mezclándose con
las escasas cartas que había recibido para su persona. Sus días eran lentos y
transcurrían con desgano, para evitar la monotonía visitaba una vez por semana
un mirador ubicado la parte alta de la ciudad, donde se podía contemplar el
montañoso paisaje que rodeaba la urbe. Hacía esto de la misma manera que
realizaba otras actividades tales como cenar, ir al cine, caminar y otros
etcéteras: sólo. No le gustaba del todo
esa situación, pero había llegado a habituarse a ella.
En
su corta existencia había encontrado a tres mujeres a las que hubiera estado
dispuesto a hacerles un espacio en su vida. La primera, con la que mantenía una
esporádica correspondencia, fue a trabajar fuera del país, y por la cual aún
tenía un platónico sentimiento. La segunda, a pesar de todos sus esfuerzos por
conquistarla terminó quedándose con el hermano de él. Y la tercera hace poco
había dado a luz al hijo de uno de sus compañeros de trabajo al que él mismo le
había presentado.
Había
días en los que le atormentaba ésta situación mientras observaba la ciudad, y
otros simplemente dejaba que su mente vague con el frío y aterciopelado viento,
sintiéndose así más libre que nunca; hasta que un día recibió una carta. Ella,
la primera mujer que le había importado, le escribía para informarle que
regresaba al país, que ansiaba mucho el verle. Leyó la carta faltando un día
para su llegada y no estaba seguro de cómo se suponía que debía de sentirse al
respecto.
Regresó
a su casa con la mente y el cuerpo cansados, tenía una carta que él había
escrito para ella el día anterior, atrapada en un sobre ya sellado, pero que
aún no se había decido a enviar, y que ahora se encontraba perdido en el montón
de misivas ajenas que rodeaba su recámara. Quería releerla y memorizarla, ya
que nunca había sido bueno con la palabra hablada y toda su elocuencia estaba
encerrada en las locuciones escritas en ese papel, pero el cansancio le impidió
buscarla, y tumbándose en la cama se perdió en la inconsciencia mientras la luna
se paseaba por el cielo hasta volver a ocultarse. Se despertó intranquilo junto
con los primeros rayos del sol y regresó a los correos para otro monótono día
de trabajo, del que salió temprano para la cita que había concertado; fue
primero a su casa a hurgar entre las colinas epistolares de su habitación en
busca de la única carta que le importaba ahora, le tomó dos horas el
encontrarla (diecinueve minutos después de la hora señalada para encontrarse
con ella) y al hacerlo, salió disparado hacia el café en el que había sido
citado, serpenteando entre vehículos y personas hasta llegar a él.
La
observó por el ventanal y estuvo a punto de entrar, pero algo le detuvo, algo
que de una u otra forma le hizo aferrarse a sí mismo. Ella estaba sentada a la
mesa, más bella que la última vez que él recordaba haberla visto, con la mano
izquierda sosteniendo una taza llena de café, llevándola hacia sus labios,
entonces reparó en su dedo anular, adornado por una brillante sortija con una
piedra preciosa engarzada en ella. No quiso adelantar conclusiones, buscó
motivos para semejante accesorio, ninguno de ellos, aparte del obvio le pareció
convincente, y de todas maneras llegó a sentirse aliviado, como si una pesada
carga hubiera sido quitada de sus hombros, preguntándose si era él mismo el que
había decidido quedarse parado, inmóvil frente al ventanal, o si era una fuerza
ulterior la que le impedía moverse, entrar, y hablar con ella.
Permaneció
ahí, afuera del lugar durante casi una hora, con su carta colgándole con
indolencia de la mano, hasta que ella se levantó, y con movimientos rápidos
salió del café pasando junto a él, sin reconocerle. Rió para sus adentros, y al
ver que la tarde ya se había alejado se dispuso a caminar de vuelta a su
pequeño hogar, pero sus pasos le traicionaron y terminó en el mirador que
frecuentaba, vacío y silente. Se arrimó al barandal con suavidad y dejándose
arrullar por el sibilante viento no notó cuando éste le quitó la carta de su
mano y se la llevó consigo, lejos, tanto del lugar como de su mente.
Escuchó
el sonido de unos tacones altos que rompieron el silencio en que se había
sumido, una mujer se arrimó de espaldas al vacío, a pocos metros de él, y
encendió un cigarrillo.
-
¿Así que esto es lo que se siente el ser libre?
Escuchó
que ella se preguntaba a media voz, mientras una voluta de humo escapaba de su
boca, y su mirada se encontró de manera huidiza con la de él. La pregunta
retumbó en su cabeza, cerró los ojos mientras aspiraba la humareda que se había
creado, y se sumergió en la libertad de su propia caída.